Más guapos

«Viene cabreado». Se lo he oído decir alguna vez a un alumno según me acercaba a la clase por el pasillo. Algo de mi lenguaje corporal lo desvelaba. Era cierto. Y hay que tener cuidado de que no lo paguen ellos por ser el eslabón más débil de la cadena ese día. La mayoría de las injusticias las cometen los enfadados del mundo. O las personas que no han oido un chiste desde el día de su boda, si es que fueron a ella.

Dijo alguien que lo malo de enfadarse es que al final te tienes que desenfadar. Si no, llegamos a la guerra. Empezamos con una ironía y acabamos con escudo antimisiles. Lo de no acostarse nunca sin pedir perdón dicen que tiene efectos somníferos. En el trabajo es cierto que se rinde más de buen humor que enfadado, aunque el perfil de jefe parece exigir cara seria. Seguro que lo practican en las escuelas de negocios.

Hay profesiones en las que hay que estar siempre serio o enfadado: los diputados, las y los modelos (nunca sonríen), los jueces, los guardia-civiles de tráfico y los funcionarios de atención al ciudadano. Algunos dicen que no es obligatorio pero sí recomendable a profesores y padres de adolescentes.

En el extremo opuesto están los gansos que se toman todo a broma y son incapaces de conversar con sensatez. O las personas que le restan importancia a toda enfermedad o desgracia y siempre recomienden que no te alteres ni te pongas histérico.

Quizás el punto intermedio es lo recomendable: la ironía, la ida de olla controlada, el enfado teatrero con los niños, el juego de palabras, la broma y la sorpresa o el portazo ensayado para que no se rompa nada.

O mejor ensayar la sonrisa en el espejo una vez a la semana ayude bastante para vernos capaces de parecer amables. O hacerse un selfie para demostrarnos que el buen humor nos hace más guapiños. Porque lo normal es que de vez en cuando ofendamos a alguien (al menos al volante) y nos tengan que perdonar «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».

El robo del siglo

“En caso de emergencia siga las indicaciones del equipo a bordo del tren. Irán identificados con chalecos de alta visibilidad”. Por ahora no he tenido ningún incidente, accidente o secuestro ni he visto a nadie en los vagones con cara de terrorista. Pero debemos estar alerta.

Además de por la seguridad física, debería existir personal que mantuviera el optimismo por el buen humor en la vida diaria. No con chaleco porque no propongo contratar un payaso para la oficina o un chistoso superpositivo para la reunión familiar o el trayecto en bus. Digo que perder el humor es una cosa grave. Y que asegurarlo en cualquier posible escenario es algo serio.

Propongo una ley que obligue al «mantenimiento de la esperanza» en los proyectos y una «cuota de optimismo» en la jornada laboral. A nivel escolar crearía una asignatura de «buen humor», que conciencie del derecho que todos tenemos a la alegría y nos eduque para ver el lado positivo de las cosas, aunque no pertenezcamos a un sector socioeconómico favorecido. Que te quiten puntos del carné de conducir si te cabreas con otro conductor, por ejemplo.

Si algo importante te pueden robar es la buena cara y la alegría. Lo demás no importa. Por eso a veces intento practicar y me obligo a contar chistes y tonterías, que es con lo que más conectan los niños, los españoles y los políticos de este país. A costa, me consta, de parecer desinformado, superficial o poco realista, el robo del siglo es el que nos despoja del buen humor.

Y es que como decía el otro: “oye, que hay mucho loco suelto por la calle”. A lo que el amigo respondía: “a mí me da igual… porque soy invisible”. O como el pasajero del vuelo que me precedía en el embarque. Le dicen al pobre que lo lamentan, pero que tienen que bajar su maleta a la bodega. Y, en vez de protestar, sonríe: “hombre, si tienen bodega, ¡bájenme a mí también!”