La caja de bombones

El día de su cumpleaños cada niño trae una caja de bombones sólo (con tilde) para los «teachers». Se pasa media jornada de clase en clase con dos o tres compañeros ofreciendo uno a cada maestra/o (en galego: mestre). “No, no es obligatorio ni está en las normas”, le aclaro a una progenitora por teléfono, “pero se ha tomado por costumbre y a ver quién les dice que no. Lo que tú veas, je”.

Lo que empezó como simpática ocurrencia tolerada es hoy una tradición. A mi me suele pillar haciéndome el Bond, James Bond en un aula de la ESO. Llaman a la puerta e irrumpe un alumno con la caja roja de Nestlé (ya sin el maldito celofán). “Cumplo 10”. “Le recomiendo el de avellanas” señala uno de los acompañantes. Cambio mi rostro a «modo humano”, sonrío… que lo va a celebrar e invitar a no sé quién, que “el mío es el domingo” dice otro, que “saludos de parte de mi padre”… Un día de protagonismo para el chaval, de conversación con mayores que le hablamos como si fuéramos normales. Hasta nos sale un «gracias».

Sí, desean hablar, no quieren pantallas ni dinero ni ratos libres ni promesas. Quieren presente, trato, vida, relación sin más. Si no lo encuentran antes de su mayoría de edad, algunos pueden llegar a dudar del sentido de la vida. Se está viendo y saltan las alarmas. Incluso en el futuro algunos carecerán de pasado y de árbol genealógico rastreable. Les asaltarán dudas, miedos y fantasmas de todo ‘género’.

Repartir bombones en tu cumpleaños (aniversario del fin de la gestación) debería figurar entre las situaciones de aprendizaje obligatorias del currículum transversal. Yo sólo (con tilde) sé que en un mundo escolar cada vez más digital, inteligente y artificial ser humano es dulce. Y más con bombones.

Adrianey Arana

Foto de Clint McKoy en Unsplash

Una conversación

Todo el día con lo oreja pegada a la pared a ver si oye algo. Le hace un gesto al director del manicomio para que se acerque y compruebe. «Pero si no se oye nada», se asombra el director. Y le confirma el loco: «Pues así… ¡todo el día!»

Desde hace dos años sólo hay «una conversación». Ya saben cuál: el covid con todas sus variantes… fulano confinado, mengano positivo, me ponen la tercera… Y parece mentira que la abundante información no encuentre otro asunto. No hay conversación.

Incluso la gigantesca industria del «entertainment» no entretiene ni logra su fin: distraernos.

Un querido personaje que pasó la guerra confinado sostenía que hablar y estar pendiente todo el día de la contienda era pernicioso. Buscaba entretener con su amena y variada conversación, animando a charlar de otros temas y a que todos intervinieran y escucharan. Y no se interesaba diariamente por los avances o retrocesos de los partes informativos radiofónicos.

Habría que leer las novelas victorianas para redescubrir el arte de la conversación en los hogares durante aquellos convulsos momentos de enfrentamientos, viajes, largas ausencias e incomunicación. Me refiero a Jane Austen por ejemplo.

O a Oscar Wilde cuando aconsejaba que «un buen conversador debe tocarlo todo y concentrarse en nada». Porque si no, acabaremos locos y ‘así todo el día’ hablando «del tema». Y terminaremos juzgando como este escritor de hace 125 años que «es absurdo dividir a la gente en buena y mala. La gente es encantadora o tediosa». Y nos volveremos tóxicos para amigos, colegas y familiares.

Por cierto, un consejo del mismo Wilde para Instagram: «Ser natural es la pose más difícil de mantener».  Y ser normal… no digamos.

Adrianey Arana