Memoria para perdonar

Viajaban en los asientos de al lado. En el tren Coruña-Vigo cinco adultos comentaban el tatuaje que se iban a hacer por terminar ahora el Camino de Santiago. Querían pedir cita para ir juntos. Eran partidarios de uno pequeñito y que no se viese. Cinco compañeros de oficina padres de familia que se habían venido arriba con el tatuaje, pero se estaban viniendo abajo con el tamaño y el lugar.

Decían que hay que hacérselo porque esto no se puede olvidar. Uno que prefería en la espalda, otro en el pie, otro en la muñeca… Fotos para inmortalizar las etapas tenían mil, pero tatuajes no. La foto inmortaliza el momento si no se pierden en la nube o en el «desordenador» personal. Pero el tatoo no se pierde. Es una marca en la piel.

Yo tengo varios momentos que inmortalizar de mi vida. No me llega el cuerpo para grabarlos. No todos son bonitos. Algunos son auténticas marcas en el cuerpo o arañazos del camino de la vida. Estamos llenos de heridas y de cicatrices, que han dejado su huella en el alma o en la mente más que en el cuerpo. Pero es mejor olvidar o tener solo memoria para perdonar.

Mi pregunta es para qué marcar más todavía el cuerpo como un dietario o un cuaderno de dibujo. Reconozco que alguno me gustaría llevar como cuenta Lucy Adlington de aquella modista de los nazis, marcada con el número del campo de concentración. Aquella mujer no se tatuó: la tatuaron. Bien sabía ella lo del «solo sí es sí» sin que se lo explicaran. Pero cuando su nieto le preguntaba: «abuela, ¿qué es eso?», le contestaba “el número de teléfono de Dios”.

Me gustaría llevar tatuado ese teléfono. Era el 2043.

Explosión controlada

La ira de Putin o la de Aquiles no son nada en comparación con un arrebato de disciplina de un profesor de secundaria o con la explosión de un padre ante una escalada de agravios domésticos. Y no digamos nada con el fuego de una madre ante un portazo de una hija adolescente.

El cansancio mental puede retirar la anilla de una granada ante el simple ruido de una cucharilla revolviendo el café en la sobremesa familiar. Quienes no conviven con-nadie no disfrutan de estas aventuras humanas: los enfados.

En «lo que viene siendo» el trabajo la gota que colma el vaso apenas se distingue de otra gota en noviembre o febrero, los meses del estrés, porque las previsiones no se están cumpliendo, el fin de año es inminente y «nadie hace nada».

Cuando un profesor se arrebata pagan justos por pecadores. Experiencia tengo de haber subido el castigo a un aula como en una apuesta a base de «a que no sabéis de lo que soy capaz si seguís así…». O sea, «lo que viene siendo» el calentón. Los enfados pueden estar causados por el «calentamiento» global.

Lo normal en estas situaciones caseras o escolares suele ser el grito, el portazo, largarse de casa, o irse a buscar un lanzallamas o un AK-47. Con el paso del tiempo aparece la perspectiva y lo roto hay que arreglarlo (normalmente las bisagras de la puerta o el cuadro caído).

Al final hay que volver al principio y desenredar la madeja. Ya lo describe una sabia pregunta de The Way «¿por qué enfadarte si enfadándote ofendes (…), molestas…, pasas tú mismo un mal rato… y te has de desenfadar al fin?»

Lo bueno es enfadarse cuando no estamos enfadados. No es por lo de que la venganza se sirve fría, sino porque el efecto se ha buscado, se logra y es educativo. Una riña de un profesor con voz de profundo reproche y amenaza serena siempre deja ver una intención de cariño escondida y trasluce que desea la mejora y corrección del otro.

No digo nada del maravilloso efecto de un enfado coordinado entre dos profesores, uno apoyándose al otro… en una misma clase. Eso es como la OTAN de maniobras: no hay quien se mueva. No hay escapatoria.

Y por la misma razón un enfado controlado y coordinado de padre y madre: Gladiator y su amigo en la batalla de Zama, irreductibles y victoriosos. Los hijos ahí no piensan «a mis padres no hay quien los aguante», sino «mis padres quieren que haga esto y creo que tienen razón porque están muy-pero-que-muy enfadados».

En ingeniería para construir y elevar, primero hay que demoler lo que sobra con explosiones controladas, luego horadar y cimentar. Lo demás son fuegos artificiales.

Y cuando nos salga un zarpazo aislado apliquemos esta fácil solución: pedir perdón y/o perdonar. No escalar con un «siempre te crees que pidiendo perdón se arregla todo» y no darle al asunto más categoría que la de anécdota. Si no, recomienza la invasión del Dombás.

Esta rutina se puede practicar diariamente 7 veces, o repetirla en series de 70 veces 7 (según mi Coach personal).

Adrianey Arana

Foto de Riley McCullough en Unsplash