El verano es más educativo que el curso escolar

      La libertad del verano invade a los alumnos. Ahora son un poco ellos mismos. Hasta los más pequeños viven con más personalidad. No se ven atados por las obligaciones escolares y las rutinas. El verano es más auténtico que el invierno. 

     En verano los niños crecen, juegan y se aburren. Las experiencias son vitales, no virtuales. Aprenden de la vida, de los viajes, del pueblo, de las actividades, de los primos, del campamento, de los animales, de la convivencia con amigos. 

     Tienen tiempo para hacer lo que sea con perfección, hasta la saciedad. Encuentran las claves y lla confirmación de lo que trató de abrirse paso en sus mentes en el colegio o en casa.
Algunos hechos de su vida ocurrirán por primera vez en verano. Lo más importante: la primera salida de casa, el primer amigo, la primera decisión, el primer amor…, estrenar la bicicleta, o aprender a nadar. 

     En verano los niños crecen y se fortalecen de modo natural. Crecen sin más. La mayoría de los niños mira de otra manera al terminar sus vacaciones, como si se hubieran asomado a un luminoso balcón. El que vuelve de un viaje no es el mismo que el que se fue, dicen los chinos.

     Los veranos son más educativos que el curso escolar. Lo único que deben hacer los niños es vivir felices sus vacaciones. Nada hay mejor en el mundo que los felices veranos de la infancia. A partir de cierta edad son decisivos, a partir de la pubertad. Marcan. De ahí la importancia de saber qué hacer con los preadolescentes en verano. Como decía Máximo, ‘lo que hacemos en verano tiene su eco en la eternidad’.

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Feliz vuelta al cole

“¡Voy a llegar antes y voy a aprender más que túu!” le retaba un niño a otro al salir corriendo a clase del coche de sus padres. Me sorprendió su inocente competición e ilusión por aprender. Niños, con la mirada brillante y feliz.

Hay dos días en el año que relucen más que el sol en los ojos de los niños: la noche de Reyes Magos y el día de la vuelta al cole. Compensan la tristeza de los miles de niños abandonados, maltratados, refugiados o muertos por las guerras. Un buen reportero que captase la luz de este día en una foto podría equilibrar las imágenes del horror a las que el verano nos tiene acostumbrados.

Los maestros saben que los niños son siempre iguales, ni mejores ni peores que otras generaciones. Saben que en ellos hay esperanza. Quieren aprender y dialogar, convivir y jugar al juego de la vida. Somos los mayores quienes no comprendemos a veces, quienes complicamos su vida y la educación con nuestros prejuicios, miedos y obsesiones. No acertamos a hablar, a preguntar, a valorar y entender.

Recuerdo mi recibimiento a un nervioso niño con su madre en un primer día de colegio. “Y tú, ¿cómo te llamas?”, le pregunté tendiéndole la mano. “Fran”, me contestó. Mi veloz memoria no lo situaba en las listas. Miré de reojo a la sonriente madre en busca de auxilio, pero nada. Estaba en éxtasis observando a su retoño tan limpio. Le dije al niño: “¡Hombre, Fran! ¿Fran… qué más?”. A lo que me contestó correctamente: “Cisco”.

Si nos ponemos a la altura de los niños y de las ilusiones de sus madres tan cargadas de esperanzas, todo irá bien. Y este mundo mientras tanto será mejor.

Adrianey Arana

Foto de I. de L.