Extrapolar

“Elige tus palabras” podría cambiarse por “cuidado con lo que dices, escoge tus palabras, habla bien en público, redacta con estilo, ojo con esa boquita”.

Los maestros educamos las palabras. No es “me robaron”, sino “me desapareció”. No es “tu hijo es un desastre”, sino “tu hijo puede mejorar”. Porque el maleducado es el no educado y a eso nos dedicamos los educadores.

Una expresión sencilla pero desacertada provoca un sentimiento de injusticia en un alumno o un enfado familiar. Al de la ESO que tarda en sentarse no le decimos que “pare de hacer le tonto”, ni al marido que llega tarde “tus hijos te esperan”.

 «Cuando tengas que escoger entre tener razón y ser amable, elige ser amable». Frases cortas y sencillas, sin recursos literarios, como esta de Raquel Palacios. La autora de La lección de August (Wonder en el cine), recomienda llegar así a los jóvenes. Elegir las palabras, pensar la expresión y tenerla a mano.

Jon Favreau, el poeta de 27 años que escribía los discursos de Obama, buscaba hasta la musicalidad. La sencillez y la rima dotaban de grandeza y convicción a sus mensajes.

Una palabra vale más que mil imágenes. Lo sabemos por lo difícil que nos resulta redactar una breve respuesta adecuada en whatsapp en vez de mandar un emoticono poco expresivo.

 En la comunicación de un informe profesional riguroso no es lo mismo hablar de “víctimas” que de “encuestados”. Ni “440.000 víctimas” es lo mismo que “estimación de 8.013 encuestados telefónicos y online”.

“Víctima” es una palabra muy seria porque significa persona herida. Si se emplea mal, hiere más y más. Y aquí las palabras deben ser bien elegidas, con precisión e incluso con caridad.

Y por eso el Defensor del Pueblo en la rueda de prensa del viernes tuvo que decir que no, que esa cifra no aparece en las 779 páginas que contiene el informe titulado ‘Una respuesta necesaria’. No sólo no aparece, sino que se negó a dar cifras concretas e invitó a la prensa a no extrapolar.

“Extrapolar”: he ahí la cuestión. No sabemos qué nos quieren decir y nos andamos extrapolando.

La zona de confort real

Las 10 de la noche en la T4 y cancelado el último vuelo a La Coruña por alerta roja. Lo sentimos: no podemos ofrecerles alojamiento …por overbooking de Booking en Madrid, ni catering. Barajas se ha paralizado por una tormenta y estamos sin recursos. Por resumir.

Colas en el mostrador de la compañía para ver qué se podía hacer: nada. Algún ejecutivo sobrado con airpod en una sola oreja (que farda más) intenta solucionarlo a golpe de gestión. Nada. Otro no hace corrillo con el resto de mortales porque “estoy hablando con Platinum”… perdona pero perdona. Una chica se enreda en llamadas a menús en bucle de atención al cliente: si desea usted…  Acabamos todos pasando la noche en la terminal.

Dormir de vez en cuando fuera de la mejor zona de confort, o sea, lo que viene siendo la cama, perdiendo la compostura y sin más refugio que el bendito McDonald’s no viene mal. Te pone en tu sitio. Ayuda a ver que no todo se puede resolver ni a golpe de tarjeta premium. Que la vida a veces es complicada. O sencilla. Deja la queja. Tírate en un banco y duerme tranquilo. Y no pasa nada.

Foto de JESHOOTS.COM en Unsplash

El robo del siglo

“En caso de emergencia siga las indicaciones del equipo a bordo del tren. Irán identificados con chalecos de alta visibilidad”. Por ahora no he tenido ningún incidente, accidente o secuestro ni he visto a nadie en los vagones con cara de terrorista. Pero debemos estar alerta.

Además de por la seguridad física, debería existir personal que mantuviera el optimismo por el buen humor en la vida diaria. No con chaleco porque no propongo contratar un payaso para la oficina o un chistoso superpositivo para la reunión familiar o el trayecto en bus. Digo que perder el humor es una cosa grave. Y que asegurarlo en cualquier posible escenario es algo serio.

Propongo una ley que obligue al «mantenimiento de la esperanza» en los proyectos y una «cuota de optimismo» en la jornada laboral. A nivel escolar crearía una asignatura de «buen humor», que conciencie del derecho que todos tenemos a la alegría y nos eduque para ver el lado positivo de las cosas, aunque no pertenezcamos a un sector socioeconómico favorecido. Que te quiten puntos del carné de conducir si te cabreas con otro conductor, por ejemplo.

Si algo importante te pueden robar es la buena cara y la alegría. Lo demás no importa. Por eso a veces intento practicar y me obligo a contar chistes y tonterías, que es con lo que más conectan los niños, los españoles y los políticos de este país. A costa, me consta, de parecer desinformado, superficial o poco realista, el robo del siglo es el que nos despoja del buen humor.

Y es que como decía el otro: “oye, que hay mucho loco suelto por la calle”. A lo que el amigo respondía: “a mí me da igual… porque soy invisible”. O como el pasajero del vuelo que me precedía en el embarque. Le dicen al pobre que lo lamentan, pero que tienen que bajar su maleta a la bodega. Y, en vez de protestar, sonríe: “hombre, si tienen bodega, ¡bájenme a mí también!”

Los seres vivos «se reproducen y mueren»

La madre de Bambi no se muere. La muerte, que es algo natural, como el sexo, ahora es un tabú. Del sexo y del género hay que hablar en las aulas de los pequeños alumnos de un modo exagerado, pero de la muerte no.

Aumenta la violencia, el suicidio juvenil, la pornografía y el acoso sexual a extremos que hacen declarar a los niños que son más felices solos que acompañados. Pero se ha cancelado hablar de la muerte. Bambi va a cambiar el guión para que nadie muera al final. Los antiguos no hacían sacrificios a los dioses. Jesús no murió en la cruz ni Herodes mató a nadie. No nos hacemos daño y somos siempre buenos.

Los mayores hemos decidido que a los niños les asusta la muerte y no la comprenden. Lo que se contradice con el alumno que, habiendo fallecido la abuela, miraba tranquilo y curioso el ataúd en el tanatorio. Su interés era si la abuela se llevaba el móvil.

Un juez americano castigó a un cazador furtivo a ver Bambi para reeducarse. Porque la muerte de alguien querido o de un ser inocente es una tragedia que educa. 

La sociedad “diseñada”, falsa y virtual, pretende presentar un mundo sin tragedias ni muertes, ni cruces, sin cementerios ni ataúdes. Como mucho cenizas en el mar.

No es que a los niños haya que hablarles constantemente de la muerte, aunque sea lo único seguro que se van a encontrar en esta vida. Ni que que haya que ponerse tan insistentes y transversales como con el género y el sexo desde la guardería. Pero no se debe “cancelar” ni ocultar el final. Se les debe explicar y adentrar en la tragedia humana, no solo en la comedia. 

No está mal que los niños aprendan que los seres vivos “nacen, crecen, se reproducen y mueren” (y ya no son vivos). Que el hombre sobrevive entonces con felicidad, si hace el bien y evita el mal. Que así alcanzará un cielo no prometido por el gobierno, ni por un imán, sino por el anhelo y la religión.

Felix Salten, el autor judío de la novela de Bambi sostenía incluso que «el animal vive muy pegado a la naturaleza o a Dios, sin saber nada de ninguno de los dos». Pero, bueno, el niño humano debe saberlo.

Que la religión nos diferencia también del mono y de los primates. Y así, de paso, no ocultamos a los niños temas tabú. Porque a los niños, como dice Les Luthiers, hay que decirles siempre la verdad. Es lo que hay.

Foto de Vincent van Zalinge en Unsplash

Móviles y menores

Me escapé de casa por la noche con doce años para ir al cine. Mis padres cenaban fuera y mi alta estatura juvenil dio el pego en la taquilla. La película -que no era pornográfica- se me quedó grabada por la experiencia vital.  Me dejó huella, así como el disgusto de mis padres.

Me habían dado llaves de casa un poco antes como si fuera un acto ritual. Me habían permitido ir solo a la parada del bus o al kiosco “de revistas” cuando la seguridad era casi absoluta.

Más tarde mi padre me enseñó a conducir antes de tener carné. Me fumé con él mi primer pitillo a los diecisiete y con él me tomé mi primera copa a los dieciocho.

Con amigos había intentado acudir a lugares de mayores, pero nos lo impedían en la entrada. Nos iban abriendo puertas poco a poco, confiando, adelantándose a nuestra libertad, pero protegiendo y corrigiendo nuestros traspiés. Siempre he pensado que la libertad no es abrir puertas sino caminos. Y que inspirar no es dar móviles sino motivos.

Fui libre de joven, mucho, o al menos la sensación que tengo es de haber hecho lo que me daba la gana. Siempre me sabía acompañado, a pesar de no ver la tele por la noche, salvo cuando me escondía debajo de la mesa.

No tuve acceso a demasiados “contenidos o experiencias” ni me comunicaba con desconocidos. Pero tuve mucha experiencia, mucha adolescencia y muchos conocidos.

Ante el debate sobre el abuso sexual infantil on-line, la adicción a la pornografía de los jóvenes o los 32 millones de presuntos casos de explotación a menores que el año pasado se denunciaron en USA, hay que preguntarse quién da el acceso a esos niños, quién tiene la llave de la puerta.

Y la respuesta es fácil: el móvil que les dan los padres. Con eso pueden acceder a todo y a todos. Es más peligroso que conducir una moto o un coche con doce años, irse al cine de noche o comprar alcohol en Primaria.

Los niños no deben acceder a todo. Hoy en día si un niño anda solo por la calle en horario escolar, la policía le para. ¿Y si anda con un móvil un menor en un parque?

Mi abuelo me dijo que un día todo serían helicópteros. Y aparecieron los drones. Fue visionario. Algunos piensan que en el futuro habrá que tener licencia o carné para usar un móvil o para acceder a internet: una mayoría de edad, test psicotécnico, examen teórico, práctico, certificado médico, puntos y renovación periódica.

Soy muy partidario de las nuevas tecnologías, de los móviles, de los coches y de llegar a Marte cuanto antes. Mi padre me levantó para ver la llegada a la Luna del Apolo XIII cuando era pequeño y la vi con él. También me dejó huella. Como la que dejaron los astronautas. Imborrable e inspiradora.

Foto de Tim Gouw en Unsplash