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Nos recuerda el nombre de todos los amigos de la familia y guasapea con grupos diversos. Es la única persona que conozco que se sabe la lista de los reyes godos. Recita romances, elabora y repite miles de recetas, apunta en la conversación que en ese lugar desemboca tal río, recuerda fechas e historia universal, nacional y familiar. Relaciona. Describe en dos pinceladas  una situación o juzga un problema con los datos que retiene de modo natural.

Dice que ejercita habitualmente la memoria repasando mentalmente listas de geografía, historia, literatura, medicinas, preposiciones, los 12  hijos de Jacob, “que además tuvo una hija: Dina”, que yo no sabía.

Hablo de mi tía de 90 años. A veces pregunta pensativa si esto es recomendable pues ha oído que hoy algunos opinan que la memoria es la inteligencia de los tontos o que el aprendizaje memorístico es perjudicial.

Le contesto que lo único nocivo o maligno es el modo de usar la memoria forzándola y sin disfrutar de la codificación y recuperación, no sólo del almacenamiento: los tres procesos de la memoria.

Y además no es cierto que la memoria esté mal vista. Al contrario, se encuentra más valorada que nunca. Cuanto más memoria tenga un móvil u ordenador más caro es. Si quieres más memoria para almacenamiento o en la nube o en tu lista de canciones te tienes que hacer Premium y pagar por la memoria.

La mayoría de nuestros alumnos se saben mil contraseñas o passwords, letras de canciones, alineaciones de equipos de fútbol, valor de fichajes, personajes de mundos de rol y perfiles de jugadores, páginas web y pantallas de juegos.

La belleza de la memoria la compruebo cuando observas que disfrutan, como mi tía, de ese poder o inteligencia. Les encanta aprenderse y recitar poemas o canciones. No de modo “obligatorio”, sino divertido, pero lo aprenden sí o sí. Y es como esas escenas de películas que quieren ver una y otra vez. “Déjame decirla otra vez” te piden. Como en Casablanca “tócala otra vez”.

Y les chifla la rima, las imágenes enlazadas, la recitación de versos sugerentes, elegantes e inteligentes. Por eso a veces he tenido que parar cuando todos los de 6 años quieren repetirme el poema de Machado que sin querer se han aprendido de memoria: “La plaza tiene una torre, la torre tiene una flor, el balcón tiene una dama, la dama una blanca flor”.

Adrianey Arana

Su asistente humano

Me dice Mari Carmen, de Vigo, que en la actividad de mindfulness la gente mayor cuenta muchos problemas. Los asistentes se quejan de la vida, de que los hijos no vienen mucho a casa. La monitora les da consejos motivacionales, pensamientos y reflexiones para ser mejor persona y un poquito de respiración para terminar.

No se sabe quién tiene la culpa de tanta problemática mental. Porque en ocasiones no se trata del síndrome del nido vacío, sino del avispero abandonado. Familias desestructuradas a las que solo unen los lazos de la sangre ahora sin nudo. O familias de algún tipo de familia que al final no lo era.

Me dice Ana, de Barcelona, experta monitora de natación, que los mayores van mucho a la piscina. Quieren conversar con ella y pasar la mañana. Tiene que animarlos para que cojan un churro y naden un largo o un corto. Y la dejen trabajar.

Me dice Manolo, de A Coruña, que el centro cívico al que acompaña a otro amigo mayor es un hervidero social. Ya no son los tristes locales de clases de bolillos y partida de naipes. Son centros neurálgicos -nunca mejor dicho- de actividades de terapia física y psíquica y de apoyo a mayores y a jóvenes. Desde rehabilitación para enfermos de Alzheimer hasta refuerzo escolar y actos solidarios.

La cadena de supermercados holandesa Jumbo ha puesto “cajas lentas” para las personas que desean conversar. Su idea es ayudar especialmente a los mayores a lidiar con la soledad. El éxito de la medida ha hecho que se instalen en 200 establecimientos. No les viene mal porque la cajera escucha lo que el abuelo piensa cocinar y le recuerda que le faltaría un ingrediente que también puede adquirir sin prisa. Todos ganan.

Las asociaciones de enfermos crónicos y con daños cerebrales encuentran en estos centros cívicos de los que hablaba una especie de refugio emocional. Y la fuerza de la sangre hace que los hijos regresen y recojan a sus mayores cuando entran y salen.

Pero lo mejor en esos lugares son los “trabajadores sociales”. Impregnan el local de un aroma de conversación amable con expresiones de humanidad. Tratan a todos de “tú” y de “nosotros”: “no pasa, nada, Manuel, esperamos un ratito”, “levantamos esa pierna”, “¡que guapa estás hoy!”. Y engañan como las madres cuando el niño se cae y sangra: “¡qué tirita más bonita tenemos aquí, qué suerte!”

Son 42.000 en España y su “marea naranja” los ha sacado a la luz alguna vez porque en general son invisibles. No es un trabajo al que aspiren los mejores expedientes de selectividad, pero es una de las 14 profesiones con más proyección social para esta década, con oferta asegurada y buen sueldo. Porque es la solución a la soledad urbana, cuando la familia solo ha durado un momento en la vida.

Galicia es la tercera Comunidad con más trabajadores sociales con 2.800 en total tras Madrid y Cataluña. Una suerte contar con ellos y más que harán falta. En todo caso, se están convirtiendo en los “expertos en humanidad” y en la competencia directa a los asistentes de “inteligencia artificial”. Son los que saben qué está pasando en el mundo sin opinar ni quejarse ni gritar, los auténticos asistentes humanos.

Adrianey Arana

Foto: Jumbo, Supermarket

La agenda oculta de la humanidad

Balances y análisis abundan al cambiar de año. Feliz Año Nuevo, sí, pero ¿cómo ha sido el 2022? La clave no es lo que nos ha sucedido, sino cómo hemos vivido lo que nos ha pasado. El balance excesivo suele ser negativo, porque todo es un don. Cuando un niño me suelta que cumple 10 años, por ejemplo, y me ofrece un bombón no le suelo recriminar: “sí, pero ¿cómo ha sido realmente tu noveno año?” Para él lo importante es que su edad ya es de dos dígitos, crece y se le permite pasar de categoría en fútbol.

Los balances y análisis son necesarios, pero no determinantes, porque hay más factores que el valor de la cesta de la compra y el gasoil, más profundos. Es cierto que para algunos comenzó una guerra y para otros se conquistó la añorada gloria de un mundial. Todo es cierto. Pero me parece imposible meter todo en una hoja excel y evaluar un período de 364 días más un 365 en el que fallece un Papa que dijo que hay que ir «más allá de los datos empíricos e históricos».

Más eficaz que el análisis, que suele conducir a la parálisis, es el brindis. El brindis es el deseo de todos, la agenda oculta de la humanidad. No en vano el brindis “¡…por la paz mundial!” de la película “El día de la marmota” siempre es válido y enamora treinta años después. 

Ante el “manual del futuro” que veo en librerías, logaritmos proféticos, diseños de un mundo inteligente y robótico y exigentes cuentas y calendarios europeos, me inclino más hacia el brindis, hacia el humano deseo del corazón. Al final cada año puede ir mejor o peor, pero “no se puede escapar de lo que nos hace humanos” concluye Laura Fernández en El País, desbordante autora de “La Señora Potter no es exactamente Santa Claus”. 

Brindar es “expresar un bien deseado a alguien o algo a la vez que se levanta la copa con vino o licor antes de beber”. No es una bendición, ni una superstición, ni una garantía. Es levantarnos, vivir y beber a pesar de todo, como el susurro de los protagonistas de “Casablanca” con dos copas de champagne en plena guerra mundial: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.

Que cada uno piense su deseo para el 2023, levante su copa y brinde. La humanidad sueña y se levanta en cada cena y comida de Año Nuevo. Y yo no oculto que lo hago “porque la vida siga con amigos y familia”. Y que los remos de la barca no nos impidan seguir remando.

Adrianey Arana

Navidad es cuando

En opinión de un amigo de seis años el adviento es un cuaderno de plástico con agujeros y un chocolate para cada día… y así hasta navidad. Navidad ya es algo que ni él ni sus compañeros saben expresar en una frase. Porque no es algo sino “cuando”.

Es cuando mamá “decora una mesa que hay allí”. Cuando papá “silba colocando luces”. Cuando vamos de “compras y compras de cositas bonitas”. Cuando se prepara una cena “durante días y días… en el horno de los abuelos”. Cuando papá compra regalos “sin que nadie se entere” y mamá “los va a cambiar”. Cuando deseas algo “y no llega por Amazon, porque hay que portarse bien”. Cuando “envolvemos» o cuando “bebo un poquitito de champán”.

Y podemos seguir. Cuando los abuelos recuerdan. Cuando alguien ya no está y no terminas la frase. Cuando en las oficinas se esconden misteriosos paquetes. Cuando ella exclama al rasgar un envoltorio “te has pasado”. Y él se prueba un jersey musitando con ojos brillantes “me queda perfecto”.

Cuando luces, alcaldes, pastores y reyes, vuelos y bomberos, quitanieves y renos van en cabalgata. Cuando la primera guerra mundial se para en Nochebuena y todos esperamos que vuelva a pasar. Cuando en cada familia se hacen las paces y en cada contienda una tregua de paz. Cuando en política se tiende la mano y en un Mundial de fútbol perder es ganar.

Cuando dijo el Quijote que es “la noche que fue nuestro día” y Rubén Darío que “existe Dios… que Él es la luz del día”.

Adrianey Arana

Memoria para perdonar

Viajaban en los asientos de al lado. En el tren Coruña-Vigo cinco adultos comentaban el tatuaje que se iban a hacer por terminar ahora el Camino de Santiago. Querían pedir cita para ir juntos. Eran partidarios de uno pequeñito y que no se viese. Cinco compañeros de oficina padres de familia que se habían venido arriba con el tatuaje, pero se estaban viniendo abajo con el tamaño y el lugar.

Decían que hay que hacérselo porque esto no se puede olvidar. Uno que prefería en la espalda, otro en el pie, otro en la muñeca… Fotos para inmortalizar las etapas tenían mil, pero tatuajes no. La foto inmortaliza el momento si no se pierden en la nube o en el «desordenador» personal. Pero el tatoo no se pierde. Es una marca en la piel.

Yo tengo varios momentos que inmortalizar de mi vida. No me llega el cuerpo para grabarlos. No todos son bonitos. Algunos son auténticas marcas en el cuerpo o arañazos del camino de la vida. Estamos llenos de heridas y de cicatrices, que han dejado su huella en el alma o en la mente más que en el cuerpo. Pero es mejor olvidar o tener solo memoria para perdonar.

Mi pregunta es para qué marcar más todavía el cuerpo como un dietario o un cuaderno de dibujo. Reconozco que alguno me gustaría llevar como cuenta Lucy Adlington de aquella modista de los nazis, marcada con el número del campo de concentración. Aquella mujer no se tatuó: la tatuaron. Bien sabía ella lo del «solo sí es sí» sin que se lo explicaran. Pero cuando su nieto le preguntaba: «abuela, ¿qué es eso?», le contestaba “el número de teléfono de Dios”.

Me gustaría llevar tatuado ese teléfono. Era el 2043.