El arte de la improvisación

¡Qué avisen fuerte, que se oiga! cuando sea el fin del mundo –me soltó un alumno- no vaya a ser que no nos enteremos. A veces en casa están con la tele o un juego puesto y no oyen ni la puerta ni nada.

Es que el otro día se pusieron a hablar en clase de los pequeños sobre el fin del mundo. Uno me preguntó que cuándo se va a acabar el fin del mundo, otro que su padre le dijo que el sol va a chocar con otras estrellas, otro que falta poco porque la cosa está mal (?). Atrás uno con la mano levantada esperaba para aleccionarnos de que no, que lo que iba a pasar es que iba a venir un agujero negro y nos ibamos a colar por ahí.

Y otro solo se interesó por dónde habría que ir en caso de que suene. A modo evacuación del perímetro.

Tuve que confesar que, a pesar de ser el profesor, no sabía cuándo va a suceder ni lo sabía el director del colegio, ni Benzema ni nadie. Falta mucho, no creo que nos toque -eso me sonaba a aquellas predicciones de Fernando Simón-, que la Biblia dice que un ángel tocará la trompeta para avisar, por lo que el otro advirtió de que por favor que la toque fuerte, para que se oiga.

Soluciones aportadas por alguno: lo mejor es construir un búnker con paredes gordas y muy profundo y en caso de que llegue, meterse ahí y ya está.

Pero pasamos a otro tema porque el fin del mundo no parece que les motive. Algo que no ocurra hoy, esta tarde o dentro de poco (mi cumple o así) no existe para un niño.

Es «hoy y ahora». Decirle a un niño o en una clase que ahora no, que mañana, que la semana próxima, es decirle que no. Por eso insisten tanto en el momento, porque saben que si no, no lo consiguen. Son naturalemente inteligentes. «Hoy y ahora». Ya. Con un clic.

Que sí, que es muy importante programarse el curso, el fin de semana con los niños, las vacaciones del puente de la Constitución… Pero quizá falta un poco de «hoy y ahora», de improvisar, de esquivar rutinas.

La improvisación familiar o escolar es aconsejable y natural, resuelve problemas y dota a los niños de herramientas prácticas para el fuego real de la vida no virtual. Es una «competencia» muy útil y paradójicamente «programada» en oratoria y debate, dramatización, música y resolución de crisis en formación de equipos. Y así se aprende porque nunca sabes que les va a tocar a los niños de esta generación.

Me acordé del chiste:

– Mamá, hoy en clase hemos aprendido a hacer explosivos.

-Muy bien, hijo, ¿y mañana que haréis en el colegio?

¿Colegio?

 

Foto: Foto de OSPAN ALI en Unsplash

Posibles escenarios

Lloró porque su libro favorito iba a ser pasto de las llamas en el simulacro de incendio. Le expliqué al niño que no era verdad, que nos habían dado un susto muy grande, que no ocurría nada y regresaríamos a clase.

Algunos niños no distinguen simulacro de realidad, como nos sucede hoy a muchos con tanto pensamiento conspiranoico, fake news y hackers rusos fabricando noticias (que ahora no lo logran, no sé por qué). Somos ciudadanos abrumados por los protocolos de nuestros miedos. En los colegios americanos ya practican simulacro de tiroteo en las aulas -como ha puesto de relieve una de las últimas portadas del New Yorker– y en toda Ucrania de bombardeo aéreo.

Alex Martínez Roig alerta en El País contra el creciente catastrofismo de malas noticias alentado por fáciles titulares como “Cuenta atrás para la 3ª Guerra Mundial” y se pregunta “¿deberían recibir algo más de luz algunos elementos que invitan a la esperanza?”

En los aviones hemos sustituido el “buenos días, señor” o “¿desea Ud. zumo, Coca-Cola, aperitivo?” por una interminable, prolija y exagerada sesión de avisos en caso de accidente.

La ilusión, inocencia y felicidad por viajar o vivir se han transformado en previsión y protocolo ante posibles “escenarios” apocalípticos. Esta es la expresión favorita: “posibles escenarios”.

Sí, la prensa es muy responsable, pero nosotros también damos titulares en la vida diaria. De hecho es lo único que ofrecemos en la cocina, en el trabajo o en el coche. No largamos discursos pero las palabras y breves expresiones de nuestra conversación producen efectos

Titulares como: no queda ya leche, dan lluvia, no llegamos a fin de mes, o los niños quedan solos soltados al cónyuge o hija mayor. U otros como: la fotocopiadora sigue estropeada, no hay wifi o a ver si alguien hace algo… elaboran un cóctel amargo al que añadimos en el coche una rodajita de noticias de la radio.

Observo que del “buenos días” hemos pasado a desear sólo “buen día” porque más no podemos asegurar, sólo 1 día. Y acabaremos diciendo: “Buena mañana” o “¡que no tengas mal día!” O bien respondemos al “qué tal” con un “bien o te cuento”, “sobreviviendo, que no es poco”, “falta menos para el viernes”.

Mejoremos nuestras expresiones de saludo y respuesta para intentar que este mundo se vea como un lugar mejor en el que no hacemos llorar inútilmente a los niños.

Como contestaba rápidamente al “qué tal” un gran amigo cuando se encontraba mal y agotado: “estoy que me salgo”. Notabas que él mismo se sentía más feliz y sonreía con picardía al expresarse así.

Cuando regresamos al aula del meeting point del simulacro le enseñé al niño su libro favorito intacto y sonrió, lo abrazó y ni Putin ni Biden ni el CGPJ ni el terrorismo ni los incendios pudieron destruirlo. Fue tan solo un susto a un niño que creyó que el mundo se consumía en llamas. Falsa alarma y feliz Halloween, la fiesta de los sustos de mentira.

Adrianey Arana

Por eso lo digo

Le digo que tiene un 9’75 porque quiere saber su media y me pregunta si eso es alto, medio o bajo. Me sorprende. Y para convencerle le digo que para mí eso es un 10. «¿Se lo puedo decir a mi madre, que no se lo va a creer?»

¿Por qué vendemos tan caro el 10 cuando es una nota tan real como las demás? Por tres razones: la primera porque siempre tenemos un prejuicio sobre el otro, la segunda porque nos cuesta reconocer los méritos de los demás y la tercera porque confundimos el 10 con la perfección total en esta vida.

En las cada vez más frecuentes encuestas de satisfacción a clientes o en la valoración de las compras on line lo habitual son 4 estrellitas de 5, o un 8 de 10, o una carita amarilla en vez de la verde. Si tuviéramos que ser evaluados por los de nuestra casa pienso que incluso bajaríamos en el ranking.

Un 10 es una persona o un alumno que ha cumplido todos los objetivos a un nivel humano, normal y bien. Ya sabemos que si un hijo nos llega «con todo dieces», no significa que sea Mozart, o que si al marido o esposa le califican con ‘excelente’ en el trabajo y le acumulan un bonus subiéndole sueldo no es porque sea la Merkel, sino simplemente porque es justo reconocérselo. He visto casos de padres cuyo hijo le llega con «todo 10 menos un 9 en lo que sea» y, en vez de felicitarle, le saltan con un «¿y este 9?!» Y he conocido algún profe del que cuenta la leyenda que «érase una vez que pusieron un 10…»

Quizás otros regalemos algo de nota, pero el 10 existe (como Teruel) en las calificaciones oficiales. Es tan real y válido como el 0 o el 4. Y fuera de lo académico hay «personas 10» a nuestro alrededor a quienes hay que decírselo, lo que no es falta de exigencia. Yo no educo para exigir: yo educo, exigiendo o no. Mi objetivo no es la exigencia, sino el crecimiento y el aprendizaje. Y eso a veces se logra con la memoria, otras con el juego, otras con la emoción, otras con la exigencia y otras o todas las veces con amor… en su sentido más amplio.

No soy partidario de la cultura del esfuerzo, sino de la cultura, de una mayor y más extensa cultura a todos los niveles sociales. Leo a un gran experto en ‘formación de personas’ que no se puede descuidar la exigencia, pero que la clave es «abrir horizontes»: «si nos limitásemos a exigir y a ser exigidos, podríamos acabar por ver sólo lo que no alcanzamos a hacer, nuestros defectos y limitaciones», o sea «¿y este 9?!»

Ya sé que este artículo no se merece un 10 por tres razones: porque ya sabes que mi nivel es de 7’4, porque te da vergüenza decírmelo en un «like» y porque no tiene el estilo de un periodista del New Yorker. Lo sé. Por eso lo digo.

Adrianey Arana

El arma definitiva

Ambos primos de 10 años abandonaron la aburrida sobremesa de los mayores, corrieron al salón, abrieron el ventanal del piso e idearon una broma a los comensales. Uno iría a decirles que el otro se había caído por la ventana y este otro permanecería escondido y mirando tras la puerta entreabierta de la casa junto al ascensor y aparecería entonces diciendo «¡era broma!».

Pero a éste se le cerró la puerta y no pudo ver lo que pasó. Sólo oía «se cayó…», gritos, horror, carreras. Llamó al timbre, pero no abrían, insistía y oía «¡nos vienen a avisar de la calle!» Cuando abrieron la puerta y vio los rostros demudados logró pronunciar un débil «era broma». La riña fue severa y el castigo no se recuerda bien.

El mismo niño con 14 años hizo otra broma a un familiar mayor con los demás chicos. Al llegar a casa subió antes que todos al piso y cerró con fuerza la puerta del ascensor. La persona en cuestión tenía claustrofobia y el pánico hizo que permanecer unos segundos bloqueado le llevara a soltar un guantazo al chico cuando abrió y repitió «era broma». Lo recuerda hoy.

Luego logró que le echaran unos días de su colegio poniendo a prueba la paciencia de sus padres y familiares. Recibió reprimendas, sermones, castigos y consecuencias,  aunque siempre hubo algo que no consiguió doblegar: la paciencia de su familia. Y este chico, ahora «persona», ha ido saliendo adelante en la vida.

Porque a veces ante los niños y sus niñadas sólo cabe «armarse» de paciencia, una especie de escudo antimisiles y bien usada incluso arma letal. Un educador de «preadolescentes», raza de la que proceden los hombres, que diría Tolkien, necesita forjar algunas armas, pero tan sólo dos son definitivas y una de ellas es la paciencia.

Adrianey Arana

Foto de Jan Antonin Kolar en Unsplash

El tono

Los padres buscan soluciones, recetas para educar a sus hijos y sobre todo esperanza, referencias y comprensión. Las publicaciones sobre educación tienden a inclinarse por difíciles cuestiones técnicas, consejos irrealizables e ideas para ser unos padres perfectos o, al revés, resignados.

Los teóricos del sector educativo dan un barniz excesivamenrte cognitivo y científico a los problemas de la infancia o de la adolescencia con escasas dosis de normalidad o de optimismo.

Y estos son precisamente los dos hilos a seguir: la normalidad y la esperanza.

Siempre me ha parecido oportuno mantener una actitud de sentido común en la educación de los hijos. Ser una madre o un padre normal cuesta esfuerzo porque lo novedoso, lo raro y teórico está de moda. Obedecer no está bien visto, pero es normal. Pero lo que no es normal es que los niños obedezcan a la primera.

Por otra parte, hay que tratar a los niños como «si fuesen» personas normales, porque eso son: niños y personas normales, que al final es lo mismo. Es más normal ser niño que ser complejamente mayor. Hablar y tratar a un hijo con estas claves aporta paz y armonía en el crecimiento.

«Resignarse» ante posibles síndromes y deficiencias o ante los comportamientos a veces conflictivos en las aulas o en la propia familia y en el entorno, ante las relaciones con los profesores… o incluso ante la política educativa del momento no es la solución. Y los gurús tampoco ofrecen muchas pistas sólidas.

El tono de la partitura es la esperanza. Ante el reto de la educación en la familia, la actitud de los padres y educadores no debe ser la resignación, la queja o las últimas ideas del último artículo de «cómo educar a tus hijos» (como este, je), sino la esperanza y muchas veces el buen humor.

Como sostiene un sabio colega profesor, los cuentos más educativos son aquellos  que no pretenden serlo ni buscan intenciones exclusivamente curriculares, sino los bien escritos, la literatura de la vida real.   

El truco está en cambiar nuestro tono «educativo» por un tono de voz «normal»,  tranquilo, alegre, esperanzado. 

Adrianey Arana

Foto de Roberta Sorge en Unsplash