LUIS DANIEL GONZÁLEZ.- Recordando su carrera como ilustradora, Rosemary Wells contaba cómo un día de 1979, escuchando a su hija Victoria, de cinco años, intentar enseñarle palabras y modales a Marguerite, la pequeña, se le ocurrió transformar eso en un álbum ilustrado. Convirtió a Victoria en Ruby y a Marguerite en Max, y preparó Max’s First Word, un relato de dieciséis páginas. Lo llevó a su editora, Phyllis Fogelman Baker, que, al verlo, le dijo: «esto es una completa innovación. Todos los libros para pequeños tienen una palabra por página y aburridas imágenes de objetos. Incluso un bebé de 18 meses se aburre con un libro aburrido. Pero este es divertido y es una historia real. Vete a casa, escribe tres más, y haremos algo que nadie ha hecho antes en la edición». La ilustradora preparó entonces Max’s Ride, Max’s New Suit, Max’s Toys, y así nacieron los libros para prelectores que hoy conocemos como board books, esos libros pequeños para dedos pequeños, en cartoné para ser resistentes, y con esquinas redondeadas para ser manejados sin peligro.
En España se publicaron en su momento varios álbumes de esa serie de Max y Ruby, o Julia, o Rosa, según las ediciones, aunque de los muchos libros de Rosemary Wells el más conocido entre nosotros no pertenece a ella sino que es una graciosa historia de celos infantiles: ¡Julieta estate quieta! Hecha esta introducción para mostrar que la autora puede hablar con autoridad sobre la cuestión, he aquí cómo piensa que deben ser los álbumes ilustrados para niños: dice que, como en los sonetos, en ellos la estructura es crucial y cualquier error de medida se nota; que, como son cortos, los personajes deben «llegarle» al lector en la página uno; que, aunque no tienen por qué ser divertidos, lo cierto es que los mejores lo son; que, como han de poder ser leídos centenares de veces, hay que quitarles cualquier nota de blandura o de histerismo que tengan; que no deben estar basados en personajes televisivos y que, atención, nunca deben ser escritos por un psicólogo…