Viajaban en los asientos de al lado. En el tren Coruña-Vigo cinco adultos comentaban el tatuaje que se iban a hacer por terminar ahora el Camino de Santiago. Querían pedir cita para ir juntos. Eran partidarios de uno pequeñito y que no se viese. Cinco compañeros de oficina padres de familia que se habían venido arriba con el tatuaje, pero se estaban viniendo abajo con el tamaño y el lugar.
Decían que hay que hacérselo porque esto no se puede olvidar. Uno que prefería en la espalda, otro en el pie, otro en la muñeca… Fotos para inmortalizar las etapas tenían mil, pero tatuajes no. La foto inmortaliza el momento si no se pierden en la nube o en el «desordenador» personal. Pero el tatoo no se pierde. Es una marca en la piel.
Yo tengo varios momentos que inmortalizar de mi vida. No me llega el cuerpo para grabarlos. No todos son bonitos. Algunos son auténticas marcas en el cuerpo o arañazos del camino de la vida. Estamos llenos de heridas y de cicatrices, que han dejado su huella en el alma o en la mente más que en el cuerpo. Pero es mejor olvidar o tener solo memoria para perdonar.
Mi pregunta es para qué marcar más todavía el cuerpo como un dietario o un cuaderno de dibujo. Reconozco que alguno me gustaría llevar como cuenta Lucy Adlington de aquella modista de los nazis, marcada con el número del campo de concentración. Aquella mujer no se tatuó: la tatuaron. Bien sabía ella lo del «solo sí es sí» sin que se lo explicaran. Pero cuando su nieto le preguntaba: «abuela, ¿qué es eso?», le contestaba “el número de teléfono de Dios”.
Me gustaría llevar tatuado ese teléfono. Era el 2043.