Carta a los nuevos maestros

By Itxu Díaz*

Queridos profesores:

Claro, yo también fui alumno. He dedicado algunas horas a hablar con otros que también lo fueron en mis tiempos, la Prehistoria, mucho antes de que la barba se me poblara de nieve. Todos coincidimos en un hecho asombroso: las cosas que nos han marcado podrían resultar nimiedades a los que fueron nuestros profesores. Recordamos minúsculos detalles suyos, frases arbitrarias, gestos ordinarios de mañanas frías y perdidísimas de inviernos escolares escondidos en el túnel de los tiempos. Tal vez por eso he pensado en escribir estas letras. Porque cada profesor tiene cada día la capacidad de cambiar el rumbo de la Historia y no lo sabe.

Es el secreto mejor guardado por los alumnos. Lo guardamos sin querer, porque hacen falta diez o veinte años fuera de la escuela para descubrirlo. Es terrible y maravilloso a la vez, jóvenes maestros, pero me veo en la obligación de desvelaros el enigma de la enseñanza: todo cuenta, todo queda, todo importa, todo es relevante.

Un día llegamos al aula y el profesor había escrito en letras gigantes en el encerado Carpe Diem. Nos habló largo rato sobre esto y nos puso El club de los poetas muertos. Otro, siendo muy niños, el encargado de nuestra clase revisó uno a uno los pupitres y las cajoneras y tal como nos había advertido, volcó y vació al suelo todos aquellos que no estaban bien ordenados; lo recordamos siempre porque los volcó todos. También los que estaban razonablemente ordenados.

Un día un profesor al que teníamos harto se echó a llorar en clase en un momento de debilidad con el que paradójicamente se ganó nuestro eterno respeto. Otro, que nos había dado exceso de confianza y el aula se había vuelto una jungla, se cansó de nuestra indisciplina, se despidió y dijo que vendría un nuevo maestro. A los pocos minutos entró él mismo, se presentó al aula con gesto serio y distante, y nos dio la oportunidad de empezar de cero, ya sin camaraderías.

En efecto. Todo esto son naderías que sobreviven en el recuerdo porque rompieron la rutina escolar y dejaron alguna huella. Pero, sin embargo, la dejaron y eso es lo importante. Los alumnos son esponjas, absorben todo lo que se les transmite consciente o inconscientemente y son ultrasensibles a aquellas actitudes que descubren al hombre que hay detrás del profesor. En todos los recuerdos de los que creo haber aprendido algo subyace un elemento común: la ruptura de lo previsible y la aparición de cierta humanidad en el maestro.

Es así como el niño –y los observadores- nunca olvida al profesor que le golpea cariñosamente la cabeza al cruzarse por un pasillo, al que detiene la clase para rezar una oración por el abuelo de un compañero que acaba de fallecer, al que dedica un día dos horas de su tiempo a reconducir al alumno que otros han dado por perdido, al que pide perdón delante de sus chicos por cualquier error cometido.

Una noche, en una convivencia escolar, destrozamos unas cuantas habitaciones haciendo una divertidísima guerra de extintores. Sí, la yo sé… A la mañana siguiente la responsable del alojamiento -¡tenebroso carácter!- exigió a nuestro profesor que nos arrancase el hígado uno a uno o un castigo equivalente. Lo cierto es que nosotros ya habíamos confesado nuestro pecado y hasta habíamos accedido a ser castigados. La señora clamaba por un castigo ejemplar, una gran reprimenda. De modo que nuestro maestro nos reunió en una sala acristalada para ejecutar la gran sentencia. La vengadora miraba desde fuera a través de un cristal. Nos dijo: “poned cara triste, voy a hacer como que os abronco para que lo vea ella y se quede tranquila”. Y no nos abroncó. Se limitó a agitar los brazos de forma salvaje, como en una riña, mientras nos contaba cosas sin importancia e incluso divertidas. Un gran teatro. ¿Qué aprendimos? Que casi siempre te mereces una gran bronca después de hacer el cafre, pero no siempre. En cierto modo, con 15 años tienes derecho a hacer un poco el idiota y a que no te estén tirando de las orejas a cada minuto como si el puñetero mundo se hubiera terminado por hacer una guerra de extintores.

No quiero extenderme. A fin de cuentas lo que pretendo advertir a los nuevos maestros es simple: cada día, cada minuto de tu trabajo en el recinto escolar, tienes una oportunidad de cambiar la vida de cada uno de ese par de ojillos confusos que te miran desde el pupitre. No sabes bien el poder que tienes, ni el poco esfuerzo que necesitas para dejar una huella indeleble y tal vez decisiva en esos corazones que aún navegan en la inocencia.

Deposita cosas buenas y semillas de belleza en esos corazones. No verás ningún resultado interesante ahora, pero dentro de diez, veinte o treinta años, algún adulto afligido y en peligro se amarrará al árbol, ya crecido y robusto, que un día cualquiera plantaste en su joven corazón. Y sobrevivirá al temporal.

* Itxu Díaz es periodista, columnista satírico y escritor. Su último libro "El siglo no ha empezado aún". Su web: itxudiaz.com"

Dejar un comentario