Arracimados frente a la pizarra digital los 25 niños y yo en una feroz partida de ajedrez contra el ordenador. En el suelo. Ayer. Eramos ‘las blancas’. Cada uno hacía su movimiento. Yo miraba y sugería. Pero la cosa se fue calentando. La máquina nos hace un “jaque”. Todos se ponen de rodillas escudriñando con tensión las casillas. Sale el que tiene su turno… ¡Pobre!, pensé yo, como tirar un penalty en Riazor. Mueve. Le digo que si se pone ahí, la torre enemiga le va a comer. Y él dice que no: Ya jugué contra esta máquina, y siempre se va. Y efectivamente, ante mi asombro, el ordenador no come la pieza y se aleja con otro movimiento que nos permite escapar.
Los niños son de 1º de Primaria. Tienen 5 y 6 años. Les apasiona el ajedrez. Trabajo en uno de esos colegios que lo tienen como asignatura dentro de una asignatura. Como ideología, se dice ahora. Les hace más inteligentes. Quizá la inteligencia artificial nos sustituya a muchos profesores y a libros de texto. No lo sé. Lo que sí sé es que la inteligencia artificial de una potente aplicación de ajedrez no pudo con un niño normal de 5 años que ya la tenía pillada. Y sobre todo no pudo con la rabia que se apodera a veces de los humanos y les hace acometer empresas imposibles.
Porque la partida siguió. No trabajo con niños editados en un laboratorio de China, fríos e inmunes a no sé qué, sino con hijos reales, humanos, hambrientos. Que al final lograron lo que ninguna máquina podría hacer. Lo que hacemos cuando no podemos más. Enfadarse con el programa y gritar: “¡Profe, mátalo tú!”. Querían aplastar al maldito programa con el “Jaque mate”. Y así vencieron, …bueno, vencimos…vencerán.
( By Adrianey Arana)