MANUEL RODRÍGUEZ «RODRI».- Les empujaron a dejar su hogar, a trasplantar sus vidas. Todo lo que tenían quedaría sumergido bajo el agua del nuevo embalse. La casa desaparecería. El gato, siempre oteando detrás del tronco de cortar la leña, tendría que salir a nado. El ganado quedaría sin establo y sin pasto. La hierba seguiría creciendo en el fondo del pantano.
Dejar el hogar. Adiós al armario con la ropa de los domingos, cuando ella envuelve el cuello con ese elegante pañuelo. Así sobresale la serenidad de su rostro adornado con los surcos de la vida. Y el sereno mirar de sus ojos verdes. Él se encorbata los domingos para ir a misa. Con su chaleco y su traje. También en otros momentos importantes.
Contestaron que no se iban. Seguirían en su hogar hasta que llegara al agua. Ese fue el plazo para quedarse. Pasaron años y años, décadas. El agua no llegó, por ahora. Y ellos quedaron fuera del tiempo. No se marcharon pero tampoco se han convertido en seres acuáticos. Siguen en su casa rural defendiendo “su identidad, su memoria y dignidad”, apuntó alguien.
El gato continúa oteando detrás del tronco, cada vez más perezoso. O quizá sea otro gato. El acarrea leña para el invierno. Y cuida de ella con mimo. Los dos comparten el calor del hogar que un día les dijeron que tenían que dejar. Si estuvieran dentro del tiempo alguien diría que van camino de cumplir cien años. Cada uno. Pero para ellos dejaron de contar los calendarios. Ahí siguen, con su memoria y su dignidad, ensalzando su identidad, avivando un rural que se desvanece. Hasta que llegue el agua.
Pie de foto: Irene y Eliseo continúan en su casa.
Foto: Marcos Míguez