Ambos primos de 10 años abandonaron la aburrida sobremesa de los mayores, corrieron al salón, abrieron el ventanal del piso e idearon una broma a los comensales. Uno iría a decirles que el otro se había caído por la ventana y este otro permanecería escondido y mirando tras la puerta entreabierta de la casa junto al ascensor y aparecería entonces diciendo «¡era broma!».
Pero a éste se le cerró la puerta y no pudo ver lo que pasó. Sólo oía «se cayó…», gritos, horror, carreras. Llamó al timbre, pero no abrían, insistía y oía «¡nos vienen a avisar de la calle!» Cuando abrieron la puerta y vio los rostros demudados logró pronunciar un débil «era broma». La riña fue severa y el castigo no se recuerda bien.
El mismo niño con 14 años hizo otra broma a un familiar mayor con los demás chicos. Al llegar a casa subió antes que todos al piso y cerró con fuerza la puerta del ascensor. La persona en cuestión tenía claustrofobia y el pánico hizo que permanecer unos segundos bloqueado le llevara a soltar un guantazo al chico cuando abrió y repitió «era broma». Lo recuerda hoy.
Luego logró que le echaran unos días de su colegio poniendo a prueba la paciencia de sus padres y familiares. Recibió reprimendas, sermones, castigos y consecuencias, aunque siempre hubo algo que no consiguió doblegar: la paciencia de su familia. Y este chico, ahora «persona», ha ido saliendo adelante en la vida.
Porque a veces ante los niños y sus niñadas sólo cabe «armarse» de paciencia, una especie de escudo antimisiles y bien usada incluso arma letal. Un educador de «preadolescentes», raza de la que proceden los hombres, que diría Tolkien, necesita forjar algunas armas, pero tan sólo dos son definitivas y una de ellas es la paciencia.
Adrianey Arana
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