“¿Para qué traes esa capucha en la mano?”, le preguntaba hace poco a un niño al entrar en clase un día de sol. “Por si hay simulacro”, me dijo. Recordé que el día de la evacuación llovía a mares y hubo que salir al patio.
Pues ahora ya no nos vale ni la capucha ni el simulacro. Estamos en el futuro real. Dicen que está aquí. Deshojamos despacio la margarita del confinamiento aguardando la suerte final que puede ser rara, una distopía, o feliz, una utopía. Esa era una reciente viñeta del The New Yorker. Y mientras tanto, preparamos la futura escuela híbrida que nos toca vivir.
Ya estaba ahí. Se estaba gestando en miles de colegios diversos y en hogares de todo tipo. Híbrida o combinada, porque es física y es digital, porque todos ayudan a que el niño aprenda: la tecnología de la wifi, la fibra, el móvil chino, el padre con su tablet y con su niña, la cuidadora poniendo orden, el "profe" marcando pautas y usando apps, la mamá que aporta una idea para la clase, la editorial que espabila, y el político que va decidiendo realidades.
En algunos “webinars” a los que estoy asistiendo (expertos educadores o profes, no gurús, que te reúnen por video-conferencia), se comenta que “lo que me quedaría del confinamiento es la relación familia-profesores”, que eso está siendo mágico. Queremos quedarnos con eso. Con este nuevo futuro que estamos deshojando. Unos con otros. Y esto con aquello.
Se ve que en este país somos valientes. “De repente, para los valientes, lo malo se convierte en bueno”, decía Browning. Estamos preparando entre todos una escuela mejor, con distanciamientos, rutinas, protocolos, turnos, nuevos espacios y retos. Desafíos con fuego real. Pero ilusionados con las alas que hemos descubierto y que nos permitirán volar por encima de las dificultades.
No nos es ajeno a los hombres el mito de Pegasus, el caballo con alas que aun en el aire movía sus poderosas patas como si todavía cabalgara. Porque todo ayuda.
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