Quizá ya lo era

Respeto a toda mujer que ha abortado. Algo intuyo del trauma vivido en manos de quienes parece que no te dejan pensar y arrastran tus sentidos en un torbellino de emociones. Supongo que el silencio es la marca que permanece a pesar del perdón y del paso del tiempo. La duda de lo que no fue o sí fue. Como un tatuaje invisible.

Me cuentan de alguna chica que no ha olvidado ninguna píldora del día después ni ese día ni después. Que no se ingirió como una medicina “after hours” para la resaca. Que supuso el inicio del “después”. De un después de quien no podía ni quería ser madre, pero que quizá ya lo era.

Esas dudas o remordimientos me hacen pensar que el aborto no es algo sobre lo que podamos decidir. Hay cosas que no se pueden cambiar aunque las toquemos. Suceden querámoslo o no. Ni nosotros ni nosotras decidimos ni los legisladores aunque las aprueben. La fuerza de la naturaleza decide. Es como un terremoto.

El embarazo fruto de una violación o el no deseado es un embarazo, no un error de la naturaleza: es la vida que es así.

Dejarla ahí no tiene porqué abocar al fracaso. Viví un caso de dos críos, como se denomina ahora a los de 16 años, que decidieron tener el hijo y son felices. Y otra chica que sacó adelante a su bebé en 2º de bachillerato con el apoyo de todo el instituto y de su pareja.

Cuenta Cervantes, que habla y opina sobre el tema en “La fuerza de la sangre”, que tras ser violada Leocadia por un desconocido, el hijo fue maravilloso y “de tal manera su gracia, belleza y discreción enamoraron a sus abuelos, que vinieron a tener por dicha la desdicha de su hija por haberles dado tal nieto”. Y no hago de “spoiler” para que el que quiera lea el trágico y brutal inicio y el sorprendente final.

Lo duro del aborto no se alivia con plazos. Nadie lleva una vida más feliz por haberlo provocado en la semana 10 en vez de en la 20. Ya dicen los propios legisladores que es triste el aborto, pero es un derecho. Como en algunos lugares civilizados es legal y justo tristemente aplicar la pena de muerte. O como fue un derecho tener esclavos.

Aunque queramos, decidamos o legislemos, ya está ahí la vida. Aunque aquella chica no se sienta madre, quizá ya lo era. Porque si no podemos con los microscópicos virus que atacan la vida, menos con la misma vida aunque sea minúscula.

La mayoría de las películas acaban bien y esa es mi esperanza en este país que ahora mismo es lo más parecido a una película. De hecho hay leyes que quedan en desuso al cambiar la sociedad. La cultura por la vida se está abriendo paso de modo más real que la ley.

Porque primero es la vida y luego la norma. Y la vida no hay quien la interrumpa o al menos la pare.

Adrianey Arana

Foto: Unsplash 

Armanaz, la pura verdad

Una compañera se ríe corrigiendo un examen de un alumno y le pregunto qué le resulta tan divertido. Una respuesta con varias opciones para escoger la correcta en la que el niño había escrito “no sé cuál es”. Le hizo gracia el sincero afán de comunicarse y la confianza que le demostraba.

Más sincero me pareció el cómplice mensaje de una madre en un margen del cuadernillo de deberes de su hijo: “profe, a ver si nos pone un ‘Excelente’!!” Se lo puse… a ella. Es que creo que la sinceridad es un camino corto, seguro, fácil.

Otro compañero menos complicado que yo siempre me recomienda que ante un problema con algún niño les diga a los padres la verdad. Lo difícil es cómo comunicarla para no herir. El modo es quizá contar los hechos sin juzgarlos ni prejuzgarlos y salvando siempre la intención.

La sinceridad es el idioma de la verdad. Se usa para decir lo que las cosas son. Esta semana pregunté en una clase que qué hacía un estuche en el armario del profe. Y me saltó uno todo arrebatado que era suyo pero que el anterior profesor se lo robó. “Te lo quitó”, le intento apaciguar. “Es lo mismo” concluyó. Para ellos no hay intenciones, solo hechos. Dicen pero no juzgan. Hacen atestados.

Los niños te resuelven en dos patadas tus dilemas mentales. Basta por ejemplo con acudir a ellos para la consabida “autoevaluación del desempeño”. A veces lo hago: qué tal esta clase, qué hacéis conmigo, sobre qué estamos trabajando. Son claros. Al final de una jornada algo patética les pregunté: “Bueno, ¿qué hemos aprendido hoy?” “Nada”, confesaron. Y era la pura verdad.

Pero la risa del video de Karan, el niño sirio rescatado tras dos días bajo los escombros del terremoto también es verdad, real. Sale de la oscuridad y se acabó. Se pone a jugar feliz con los Cascos Blancos que no aguantan la emoción y los gritos. Muchos muertos, sí, pero la pura verdad es que han salvado a un niño que ríe como si todo fuera un juego. Porque a pesar de todo a veces la verdad es alegre.

En medio de tanta catástrofe, la verdad se abre paso para salir como las risas de este niño rescatado en Armanaz.

Adrianey Arana

La agenda oculta de la humanidad

Balances y análisis abundan al cambiar de año. Feliz Año Nuevo, sí, pero ¿cómo ha sido el 2022? La clave no es lo que nos ha sucedido, sino cómo hemos vivido lo que nos ha pasado. El balance excesivo suele ser negativo, porque todo es un don. Cuando un niño me suelta que cumple 10 años, por ejemplo, y me ofrece un bombón no le suelo recriminar: “sí, pero ¿cómo ha sido realmente tu noveno año?” Para él lo importante es que su edad ya es de dos dígitos, crece y se le permite pasar de categoría en fútbol.

Los balances y análisis son necesarios, pero no determinantes, porque hay más factores que el valor de la cesta de la compra y el gasoil, más profundos. Es cierto que para algunos comenzó una guerra y para otros se conquistó la añorada gloria de un mundial. Todo es cierto. Pero me parece imposible meter todo en una hoja excel y evaluar un período de 364 días más un 365 en el que fallece un Papa que dijo que hay que ir «más allá de los datos empíricos e históricos».

Más eficaz que el análisis, que suele conducir a la parálisis, es el brindis. El brindis es el deseo de todos, la agenda oculta de la humanidad. No en vano el brindis “¡…por la paz mundial!” de la película “El día de la marmota” siempre es válido y enamora treinta años después. 

Ante el “manual del futuro” que veo en librerías, logaritmos proféticos, diseños de un mundo inteligente y robótico y exigentes cuentas y calendarios europeos, me inclino más hacia el brindis, hacia el humano deseo del corazón. Al final cada año puede ir mejor o peor, pero “no se puede escapar de lo que nos hace humanos” concluye Laura Fernández en El País, desbordante autora de “La Señora Potter no es exactamente Santa Claus”. 

Brindar es “expresar un bien deseado a alguien o algo a la vez que se levanta la copa con vino o licor antes de beber”. No es una bendición, ni una superstición, ni una garantía. Es levantarnos, vivir y beber a pesar de todo, como el susurro de los protagonistas de “Casablanca” con dos copas de champagne en plena guerra mundial: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.

Que cada uno piense su deseo para el 2023, levante su copa y brinde. La humanidad sueña y se levanta en cada cena y comida de Año Nuevo. Y yo no oculto que lo hago “porque la vida siga con amigos y familia”. Y que los remos de la barca no nos impidan seguir remando.

Adrianey Arana

Memoria para perdonar

Viajaban en los asientos de al lado. En el tren Coruña-Vigo cinco adultos comentaban el tatuaje que se iban a hacer por terminar ahora el Camino de Santiago. Querían pedir cita para ir juntos. Eran partidarios de uno pequeñito y que no se viese. Cinco compañeros de oficina padres de familia que se habían venido arriba con el tatuaje, pero se estaban viniendo abajo con el tamaño y el lugar.

Decían que hay que hacérselo porque esto no se puede olvidar. Uno que prefería en la espalda, otro en el pie, otro en la muñeca… Fotos para inmortalizar las etapas tenían mil, pero tatuajes no. La foto inmortaliza el momento si no se pierden en la nube o en el «desordenador» personal. Pero el tatoo no se pierde. Es una marca en la piel.

Yo tengo varios momentos que inmortalizar de mi vida. No me llega el cuerpo para grabarlos. No todos son bonitos. Algunos son auténticas marcas en el cuerpo o arañazos del camino de la vida. Estamos llenos de heridas y de cicatrices, que han dejado su huella en el alma o en la mente más que en el cuerpo. Pero es mejor olvidar o tener solo memoria para perdonar.

Mi pregunta es para qué marcar más todavía el cuerpo como un dietario o un cuaderno de dibujo. Reconozco que alguno me gustaría llevar como cuenta Lucy Adlington de aquella modista de los nazis, marcada con el número del campo de concentración. Aquella mujer no se tatuó: la tatuaron. Bien sabía ella lo del «solo sí es sí» sin que se lo explicaran. Pero cuando su nieto le preguntaba: «abuela, ¿qué es eso?», le contestaba “el número de teléfono de Dios”.

Me gustaría llevar tatuado ese teléfono. Era el 2043.

Explosión controlada

La ira de Putin o la de Aquiles no son nada en comparación con un arrebato de disciplina de un profesor de secundaria o con la explosión de un padre ante una escalada de agravios domésticos. Y no digamos nada con el fuego de una madre ante un portazo de una hija adolescente.

El cansancio mental puede retirar la anilla de una granada ante el simple ruido de una cucharilla revolviendo el café en la sobremesa familiar. Quienes no conviven con-nadie no disfrutan de estas aventuras humanas: los enfados.

En «lo que viene siendo» el trabajo la gota que colma el vaso apenas se distingue de otra gota en noviembre o febrero, los meses del estrés, porque las previsiones no se están cumpliendo, el fin de año es inminente y «nadie hace nada».

Cuando un profesor se arrebata pagan justos por pecadores. Experiencia tengo de haber subido el castigo a un aula como en una apuesta a base de «a que no sabéis de lo que soy capaz si seguís así…». O sea, «lo que viene siendo» el calentón. Los enfados pueden estar causados por el «calentamiento» global.

Lo normal en estas situaciones caseras o escolares suele ser el grito, el portazo, largarse de casa, o irse a buscar un lanzallamas o un AK-47. Con el paso del tiempo aparece la perspectiva y lo roto hay que arreglarlo (normalmente las bisagras de la puerta o el cuadro caído).

Al final hay que volver al principio y desenredar la madeja. Ya lo describe una sabia pregunta de The Way «¿por qué enfadarte si enfadándote ofendes (…), molestas…, pasas tú mismo un mal rato… y te has de desenfadar al fin?»

Lo bueno es enfadarse cuando no estamos enfadados. No es por lo de que la venganza se sirve fría, sino porque el efecto se ha buscado, se logra y es educativo. Una riña de un profesor con voz de profundo reproche y amenaza serena siempre deja ver una intención de cariño escondida y trasluce que desea la mejora y corrección del otro.

No digo nada del maravilloso efecto de un enfado coordinado entre dos profesores, uno apoyándose al otro… en una misma clase. Eso es como la OTAN de maniobras: no hay quien se mueva. No hay escapatoria.

Y por la misma razón un enfado controlado y coordinado de padre y madre: Gladiator y su amigo en la batalla de Zama, irreductibles y victoriosos. Los hijos ahí no piensan «a mis padres no hay quien los aguante», sino «mis padres quieren que haga esto y creo que tienen razón porque están muy-pero-que-muy enfadados».

En ingeniería para construir y elevar, primero hay que demoler lo que sobra con explosiones controladas, luego horadar y cimentar. Lo demás son fuegos artificiales.

Y cuando nos salga un zarpazo aislado apliquemos esta fácil solución: pedir perdón y/o perdonar. No escalar con un «siempre te crees que pidiendo perdón se arregla todo» y no darle al asunto más categoría que la de anécdota. Si no, recomienza la invasión del Dombás.

Esta rutina se puede practicar diariamente 7 veces, o repetirla en series de 70 veces 7 (según mi Coach personal).

Adrianey Arana

Foto de Riley McCullough en Unsplash