Armanaz, la pura verdad

Una compañera se ríe corrigiendo un examen de un alumno y le pregunto qué le resulta tan divertido. Una respuesta con varias opciones para escoger la correcta en la que el niño había escrito “no sé cuál es”. Le hizo gracia el sincero afán de comunicarse y la confianza que le demostraba.

Más sincero me pareció el cómplice mensaje de una madre en un margen del cuadernillo de deberes de su hijo: “profe, a ver si nos pone un ‘Excelente’!!” Se lo puse… a ella. Es que creo que la sinceridad es un camino corto, seguro, fácil.

Otro compañero menos complicado que yo siempre me recomienda que ante un problema con algún niño les diga a los padres la verdad. Lo difícil es cómo comunicarla para no herir. El modo es quizá contar los hechos sin juzgarlos ni prejuzgarlos y salvando siempre la intención.

La sinceridad es el idioma de la verdad. Se usa para decir lo que las cosas son. Esta semana pregunté en una clase que qué hacía un estuche en el armario del profe. Y me saltó uno todo arrebatado que era suyo pero que el anterior profesor se lo robó. “Te lo quitó”, le intento apaciguar. “Es lo mismo” concluyó. Para ellos no hay intenciones, solo hechos. Dicen pero no juzgan. Hacen atestados.

Los niños te resuelven en dos patadas tus dilemas mentales. Basta por ejemplo con acudir a ellos para la consabida “autoevaluación del desempeño”. A veces lo hago: qué tal esta clase, qué hacéis conmigo, sobre qué estamos trabajando. Son claros. Al final de una jornada algo patética les pregunté: “Bueno, ¿qué hemos aprendido hoy?” “Nada”, confesaron. Y era la pura verdad.

Pero la risa del video de Karan, el niño sirio rescatado tras dos días bajo los escombros del terremoto también es verdad, real. Sale de la oscuridad y se acabó. Se pone a jugar feliz con los Cascos Blancos que no aguantan la emoción y los gritos. Muchos muertos, sí, pero la pura verdad es que han salvado a un niño que ríe como si todo fuera un juego. Porque a pesar de todo a veces la verdad es alegre.

En medio de tanta catástrofe, la verdad se abre paso para salir como las risas de este niño rescatado en Armanaz.

Adrianey Arana

La agenda oculta de la humanidad

Balances y análisis abundan al cambiar de año. Feliz Año Nuevo, sí, pero ¿cómo ha sido el 2022? La clave no es lo que nos ha sucedido, sino cómo hemos vivido lo que nos ha pasado. El balance excesivo suele ser negativo, porque todo es un don. Cuando un niño me suelta que cumple 10 años, por ejemplo, y me ofrece un bombón no le suelo recriminar: “sí, pero ¿cómo ha sido realmente tu noveno año?” Para él lo importante es que su edad ya es de dos dígitos, crece y se le permite pasar de categoría en fútbol.

Los balances y análisis son necesarios, pero no determinantes, porque hay más factores que el valor de la cesta de la compra y el gasoil, más profundos. Es cierto que para algunos comenzó una guerra y para otros se conquistó la añorada gloria de un mundial. Todo es cierto. Pero me parece imposible meter todo en una hoja excel y evaluar un período de 364 días más un 365 en el que fallece un Papa que dijo que hay que ir «más allá de los datos empíricos e históricos».

Más eficaz que el análisis, que suele conducir a la parálisis, es el brindis. El brindis es el deseo de todos, la agenda oculta de la humanidad. No en vano el brindis “¡…por la paz mundial!” de la película “El día de la marmota” siempre es válido y enamora treinta años después. 

Ante el “manual del futuro” que veo en librerías, logaritmos proféticos, diseños de un mundo inteligente y robótico y exigentes cuentas y calendarios europeos, me inclino más hacia el brindis, hacia el humano deseo del corazón. Al final cada año puede ir mejor o peor, pero “no se puede escapar de lo que nos hace humanos” concluye Laura Fernández en El País, desbordante autora de “La Señora Potter no es exactamente Santa Claus”. 

Brindar es “expresar un bien deseado a alguien o algo a la vez que se levanta la copa con vino o licor antes de beber”. No es una bendición, ni una superstición, ni una garantía. Es levantarnos, vivir y beber a pesar de todo, como el susurro de los protagonistas de “Casablanca” con dos copas de champagne en plena guerra mundial: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”.

Que cada uno piense su deseo para el 2023, levante su copa y brinde. La humanidad sueña y se levanta en cada cena y comida de Año Nuevo. Y yo no oculto que lo hago “porque la vida siga con amigos y familia”. Y que los remos de la barca no nos impidan seguir remando.

Adrianey Arana

Memoria para perdonar

Viajaban en los asientos de al lado. En el tren Coruña-Vigo cinco adultos comentaban el tatuaje que se iban a hacer por terminar ahora el Camino de Santiago. Querían pedir cita para ir juntos. Eran partidarios de uno pequeñito y que no se viese. Cinco compañeros de oficina padres de familia que se habían venido arriba con el tatuaje, pero se estaban viniendo abajo con el tamaño y el lugar.

Decían que hay que hacérselo porque esto no se puede olvidar. Uno que prefería en la espalda, otro en el pie, otro en la muñeca… Fotos para inmortalizar las etapas tenían mil, pero tatuajes no. La foto inmortaliza el momento si no se pierden en la nube o en el «desordenador» personal. Pero el tatoo no se pierde. Es una marca en la piel.

Yo tengo varios momentos que inmortalizar de mi vida. No me llega el cuerpo para grabarlos. No todos son bonitos. Algunos son auténticas marcas en el cuerpo o arañazos del camino de la vida. Estamos llenos de heridas y de cicatrices, que han dejado su huella en el alma o en la mente más que en el cuerpo. Pero es mejor olvidar o tener solo memoria para perdonar.

Mi pregunta es para qué marcar más todavía el cuerpo como un dietario o un cuaderno de dibujo. Reconozco que alguno me gustaría llevar como cuenta Lucy Adlington de aquella modista de los nazis, marcada con el número del campo de concentración. Aquella mujer no se tatuó: la tatuaron. Bien sabía ella lo del «solo sí es sí» sin que se lo explicaran. Pero cuando su nieto le preguntaba: «abuela, ¿qué es eso?», le contestaba “el número de teléfono de Dios”.

Me gustaría llevar tatuado ese teléfono. Era el 2043.

Explosión controlada

La ira de Putin o la de Aquiles no son nada en comparación con un arrebato de disciplina de un profesor de secundaria o con la explosión de un padre ante una escalada de agravios domésticos. Y no digamos nada con el fuego de una madre ante un portazo de una hija adolescente.

El cansancio mental puede retirar la anilla de una granada ante el simple ruido de una cucharilla revolviendo el café en la sobremesa familiar. Quienes no conviven con-nadie no disfrutan de estas aventuras humanas: los enfados.

En «lo que viene siendo» el trabajo la gota que colma el vaso apenas se distingue de otra gota en noviembre o febrero, los meses del estrés, porque las previsiones no se están cumpliendo, el fin de año es inminente y «nadie hace nada».

Cuando un profesor se arrebata pagan justos por pecadores. Experiencia tengo de haber subido el castigo a un aula como en una apuesta a base de «a que no sabéis de lo que soy capaz si seguís así…». O sea, «lo que viene siendo» el calentón. Los enfados pueden estar causados por el «calentamiento» global.

Lo normal en estas situaciones caseras o escolares suele ser el grito, el portazo, largarse de casa, o irse a buscar un lanzallamas o un AK-47. Con el paso del tiempo aparece la perspectiva y lo roto hay que arreglarlo (normalmente las bisagras de la puerta o el cuadro caído).

Al final hay que volver al principio y desenredar la madeja. Ya lo describe una sabia pregunta de The Way «¿por qué enfadarte si enfadándote ofendes (…), molestas…, pasas tú mismo un mal rato… y te has de desenfadar al fin?»

Lo bueno es enfadarse cuando no estamos enfadados. No es por lo de que la venganza se sirve fría, sino porque el efecto se ha buscado, se logra y es educativo. Una riña de un profesor con voz de profundo reproche y amenaza serena siempre deja ver una intención de cariño escondida y trasluce que desea la mejora y corrección del otro.

No digo nada del maravilloso efecto de un enfado coordinado entre dos profesores, uno apoyándose al otro… en una misma clase. Eso es como la OTAN de maniobras: no hay quien se mueva. No hay escapatoria.

Y por la misma razón un enfado controlado y coordinado de padre y madre: Gladiator y su amigo en la batalla de Zama, irreductibles y victoriosos. Los hijos ahí no piensan «a mis padres no hay quien los aguante», sino «mis padres quieren que haga esto y creo que tienen razón porque están muy-pero-que-muy enfadados».

En ingeniería para construir y elevar, primero hay que demoler lo que sobra con explosiones controladas, luego horadar y cimentar. Lo demás son fuegos artificiales.

Y cuando nos salga un zarpazo aislado apliquemos esta fácil solución: pedir perdón y/o perdonar. No escalar con un «siempre te crees que pidiendo perdón se arregla todo» y no darle al asunto más categoría que la de anécdota. Si no, recomienza la invasión del Dombás.

Esta rutina se puede practicar diariamente 7 veces, o repetirla en series de 70 veces 7 (según mi Coach personal).

Adrianey Arana

Foto de Riley McCullough en Unsplash

Posibles escenarios

Lloró porque su libro favorito iba a ser pasto de las llamas en el simulacro de incendio. Le expliqué al niño que no era verdad, que nos habían dado un susto muy grande, que no ocurría nada y regresaríamos a clase.

Algunos niños no distinguen simulacro de realidad, como nos sucede hoy a muchos con tanto pensamiento conspiranoico, fake news y hackers rusos fabricando noticias (que ahora no lo logran, no sé por qué). Somos ciudadanos abrumados por los protocolos de nuestros miedos. En los colegios americanos ya practican simulacro de tiroteo en las aulas -como ha puesto de relieve una de las últimas portadas del New Yorker– y en toda Ucrania de bombardeo aéreo.

Alex Martínez Roig alerta en El País contra el creciente catastrofismo de malas noticias alentado por fáciles titulares como “Cuenta atrás para la 3ª Guerra Mundial” y se pregunta “¿deberían recibir algo más de luz algunos elementos que invitan a la esperanza?”

En los aviones hemos sustituido el “buenos días, señor” o “¿desea Ud. zumo, Coca-Cola, aperitivo?” por una interminable, prolija y exagerada sesión de avisos en caso de accidente.

La ilusión, inocencia y felicidad por viajar o vivir se han transformado en previsión y protocolo ante posibles “escenarios” apocalípticos. Esta es la expresión favorita: “posibles escenarios”.

Sí, la prensa es muy responsable, pero nosotros también damos titulares en la vida diaria. De hecho es lo único que ofrecemos en la cocina, en el trabajo o en el coche. No largamos discursos pero las palabras y breves expresiones de nuestra conversación producen efectos

Titulares como: no queda ya leche, dan lluvia, no llegamos a fin de mes, o los niños quedan solos soltados al cónyuge o hija mayor. U otros como: la fotocopiadora sigue estropeada, no hay wifi o a ver si alguien hace algo… elaboran un cóctel amargo al que añadimos en el coche una rodajita de noticias de la radio.

Observo que del “buenos días” hemos pasado a desear sólo “buen día” porque más no podemos asegurar, sólo 1 día. Y acabaremos diciendo: “Buena mañana” o “¡que no tengas mal día!” O bien respondemos al “qué tal” con un “bien o te cuento”, “sobreviviendo, que no es poco”, “falta menos para el viernes”.

Mejoremos nuestras expresiones de saludo y respuesta para intentar que este mundo se vea como un lugar mejor en el que no hacemos llorar inútilmente a los niños.

Como contestaba rápidamente al “qué tal” un gran amigo cuando se encontraba mal y agotado: “estoy que me salgo”. Notabas que él mismo se sentía más feliz y sonreía con picardía al expresarse así.

Cuando regresamos al aula del meeting point del simulacro le enseñé al niño su libro favorito intacto y sonrió, lo abrazó y ni Putin ni Biden ni el CGPJ ni el terrorismo ni los incendios pudieron destruirlo. Fue tan solo un susto a un niño que creyó que el mundo se consumía en llamas. Falsa alarma y feliz Halloween, la fiesta de los sustos de mentira.

Adrianey Arana